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1/25/10

Regeneración

Gerardo Fernández Casanova
Argenpress


La celebración del centenario de la Revolución Mexicana invita a la reflexión respecto a la enseñanza de su legado. Es particularmente importante hacerlo en la mesa del debate respecto de nuestra identidad como nación, tema este que ha permanecido inconcluso a lo largo de los doscientos años de vida intentando ser independientes, durante los cuales la discusión se ha visto dominada por las tendencias a parecernos a una u otra imagen modelo del mundo, en un lastimoso afán de imitación.

Si en algo cabe distinguir a la dicha revolución es en su carácter de auténtica, ajena a recetas o modelos importados que, incluso, dio lugar al diseño y operación de un sistema político sui generis, hijo legítimo de la realidad y la idiosincracia nacionales. De la terrible destrucción que implicó la etapa armada surgió el cimiento y la simiente de una sociedad que se encontró consigo misma y construyó una incipiente identidad.
El esfuerzo cultural y educativo de los gobiernos emanados del movimiento revolucionario contribuyó enormemente a la profundización del carácter de lo mexicano, no ajeno a un insano chauvinismo pero, de cualquier forma, auténtico y autóctono. El sistema creado generó un importante flujo ascendente en la sociedad, cuyo resultado se concretó en una vigorosa clase media. La economía creció sobre la base de un, también creciente, mercado interno. México se insertó en el mundo con personalidad propia, jugando un delicado papel de vecino del imperio y sometido a sus presiones e intereses, pero que se dio oxígeno para dotarse de un cierto grado de libertad.

No comparto la opinión de quienes se limitan a interpretar el hecho histórico sólo como la eliminación de la dictadura porfirista para reemplazarla por la dictadura priísta; que consideran que la lucha no fue más que entre facciones ambiciosas del poder, carentes de ideología y de proyecto de país. Indudablemente que en el proceso se manifestaron las ambiciones personales en el río revuelto, como suele suceder en cualquier obra humana.
No puede ignorarse, por ejemplo, la influencia intelectual de personajes como Ricardo Flores Magón que, de alguna manera, ilustró a los ejércitos campesinos de Zapata y Villa; ni a la de Andrés Molina Enríquez y Wistano Luis Orozco, cuyos trabajos intelectuales dieron pie a la reforma agraria.

Ni a los progresistas que se avocaron a la elaboración de la Constitución de 1917, con personalidades como la de Heriberto Jara y Francisco Mújica, que caracterizaron el contenido social de la norma jurídica esencial. Tampoco pueden ser ignorados militares del tipo de Salvador Alvarado que, en la acción de gobernar, dieron muestra de honestidad y compromiso con el progreso. Menos pueden ser ignorados los presidentes Carranza, De la Huerta, Obregón, Calles y Cárdenas que, independientemente de las diferencias entre ellos, algunas dirimidas por las armas, fueron consolidando el producto afirmativo de la Revolución. A ninguno de ellos habría que colocarlos en el panteón de la santidad pero, a no dudarlo, merecen sitio privilegiado en el del patriotismo.

¿Qué nos pasó? ¿Dónde se fracasó? Nadie puede negar que el ímpetu revolucionario se agotó en sí mismo. La democracia fue una asignatura pendiente, por lo menos en sus aspectos formales de tipo representativo; en su ausencia, la clase revolucionaria devino en plutocracia; el güisqui suplantó al tequila y al sotol; las universidades gringas educaron a los hijos de los revolucionarios; la promoción social de la educación degeneró en instrumento de control político, al igual que la reforma agraria y el fomento agrícola. Los cañonazos de dinero a los generales revolucionarios para que se mantuvieran en paz, terminaron en las jugosas comisiones por contratos o adquisiciones. La revolución se bajó del caballo y se subió al Cadillac. Los conflictos sociales terminaron en represión. Ahí se acabó el ensueño. También se ahogó la identidad y el patriotismo, por lo menos en lo que toca a la clase gobernante. Hoy estamos en la más lastimosa orfandad. Carentes de horizonte para dirigir el esfuerzo. Sometidos a la más feroz de las violencias, la del hambre y el infortunio. Estamos ante el riesgo de perder la viabilidad como país independiente, al grado que hay pensadores que postulan la plena entrega a los Estados Unidos.

Castañeda y Aguilar Camín, desprovistos de toda suerte de vergüenza se manifiestan proclives a que México deje de ver al pasado y se decida por incorporarse de lleno al esquema norteamericano de dominación, como clave para acceder al progreso; van al contrario de la conseja que dice que es preferible ser cabeza de ratón que cola de león. Es una verdadera necedad suponer que quienes dominan en el país vecino harán algo que suponga beneficiar los intereses de los mexicanos; con todo derecho ellos ven por los suyos y la historia, esa terca historia que convocan a olvidar, nos demuestra que no sólo son distintos a los nuestros, sino que son en alto grado contradictorios. Con una argumentación engañosa pretenden comparar los casos de México y Turquía, esta última respecto de su pretensión de incorporarse a la Unión Europea. La ligera diferencia es que los europeos proyectan un estado supranacional basado en el fortalecimiento del conjunto mediado del fortalecimiento de cada una de las partes; en tanto que el norteamericano sólo entiende de destinos manifiestos de dominación y explotación de los dominados. Es la degeneración.

Bienvenida la nueva publicación periódica del Gobierno Legítimo y del Movimiento Nacional en Defensa del Petróleo, la Soberanía y la Economía Popular. REGENERACION es su título y resulta por demás simbólico. De un lado, recupera el nombre de la publicación en que Ricardo Flores Magón y el Partido Liberal Mexicano plasmaron el pensamiento revolucionario de contenido social; del otro, atiende a la emergencia por rescatar al país de la debacle degenerativa en que los han sumido los tecnócratas neoliberales al servicio de la mafia de privilegiados que dice gobernarnos.

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