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Tecpatl

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1/4/09

La contrapublicidad como herramienta para una educación crítica en consumo

ConsumeHastaMorir


En las últimas décadas, nuestro consumo de recursos naturales, bienes y servicios ha aumentado de forma espectacular. Para casi 2000 millones de personas en el planeta, ser hoy ciudadano supone, sobre todo, ser cliente o consumidor, porque el consumo para clases medias vertebra buena parte de su actividad social. Sin embargo, cada vez es más evidente que este modelo de consumo no puede extenderse a todos los habitantes del planeta. Es social y ambientalmente insostenible.

En todo esto parece que la publicidad ha tenido un papel relevante, como uno de los canales más importantes de transmisión del consumismo, toda una ideología vertebrada por el ideal del crecimiento productivo ilimitado y el libre mercado como fuente de satisfacción plena de nuestras necesidades. La contrapublicidad aparece en este contexto, primero, como una forma de respuesta comunicativa que aprovecha su creatividad para difundir los límites de este modelo de consumo (todo aquello que nunca dicen los anuncios). Pero en un segundo paso, la contrapublicidad parte de un análisis crítico del papel de la publicidad y se muestra como una sugerente herramienta para la educación crítica de los consumidores y las consumidoras que no sólo deciden qué tetrabrick de leche compran sino también qué modelo de consumo quieren.

¿Cómo es nuestro modelo de consumo? Repasemos el escenario del que parte el análisis contrapublicitario.

La fábrica olvidada

A principios de siglo XX no era necesario insistir en la exclusividad del último modelo de automóvil porque todavía se elaboraban artesanalmente, uno a uno, y la posesión misma de un ejemplar era considerada un lujo. Pero en pocos años terminó por desenvolverse una transformación espectacular: la división del trabajo según teorías de Taylor y la cadena de montaje en la fábrica de Highland Park, permitió que Ford pasara de producir 10.000 vehículos en 1908 a producir 300.000 vehículos en 1916. Durante los 19 años que estuvo disponible en el mercado el resultado de esta revolución productiva, el Ford modelo T, se vendieron 15 millones de estos coches y su precio descendió hasta sólo un cuarto del inicial. Henry Ford dijo, por entonces, que sus trabajadores debían ser también clientes de la empresa y desarrolló una publicitaria subida de sueldos para tal fin. Había comenzado la etapa de expansión del consumo que hoy denominamos consumo de masas.

Sólo unas décadas después, en los años 50, una gran gama de lavadoras, aspiradoras, secadoras o tostadoras poblaba ya el imaginario mediático y el confort se convertía en el eje alrededor del que la actividad fabril giraba. Pero todavía el consumo de masas significaba, sobre todo, homogeneidad: la de los bienes y servicios que había que adquirir para no quedar fuera de esa naciente clase media consumidora. Es entonces cuando parece que la colección de objetos que el mercado ofrece tiene hasta una dimensión lingüística que satura la comunicación de alusiones comerciales: “en la Enciclopedia, el hombre pudo ofrecer un cuadro completo de los objetos prácticos y técnicos de que estaba rodeado. Después se rompió el equilibrio: los objetos cotidianos (no hablo de máquinas) proliferan, las necesidades se multiplican, la producción acelera su nacimiento y su muerte, nos falta un vocabulario para nombrarlos”, diría Baudrillard a finales de los 60 .

El mercado de electrodomésticos del hogar, estandarte del consumo de masas en décadas anteriores, estaba en los 70 saturado de modelos y marcas. El automóvil, símbolo de bienestar de la clase media próspera, se había extendido en EEUU hasta llegar a la cifra de un automóvil por cada dos ciudadanos. Incluso las familias españolas, que dedicaban a principios de los 60 la mitad de su presupuesto a la alimentación, dos décadas después ya dedicaban el 30% .

Pronto la publicidad utilizará de forma normalizada eslóganes como “Porque yo lo valgo” o “Innovate, don’t imitate” y apuntará abiertamente al ego del consumidor como método. En vez de prometer el acceso a la clase media, el consumo se va presentando como la llave de su salida, como una herramienta de diferenciación. Pero esta vez, la diferenciación es para clases medias y la industria del lujo, reducida hasta ahora al compromiso con lo exclusivo, comienza a ser una aspiración asequible .

Por eso en el dominical de El País un anuncio de bolsos Louis Vuitton comparte hoja con uno de cereales Kellogg’s o una oferta de conexión a Internet de Movistar se encuentra entre una de Loewe y otra de Jean Paul Gaultier . Tampoco ya es novedad, en esta dura guerra por la sofisticación, que este último modista haya diseñado una edición limitada de botellas de agua Evian. La marca francesa no ha dudado en llamarle colección Prêt-à-porter.

Mientras, la cadena de producción fordista se ha ido sustituyendo por el más eficiente laboratorio de producción japonés, del que Toyota ha sido ejemplo destacado al vencer en 2007 el clásico patriotismo estadounidense vendiendo más coches en EEUU que Ford o que General Motors. Una cultura de eficiente practicidad oriental llamada “Lean management” recorre ahora la fabrica postfordista. Y sin embargo, la verdadera revolución productiva en el consumo de las clases medias es bastante más modesta: millones de personas trabajando durante 12 horas, con raquíticos sueldos y sin protección laboral ni miramientos ambientales. De momento y en una perspectiva global, el modelo maquila (taller manual en países del Sur) sigue triunfando sobre la fábrica automatizada de alta tecnología y, como resultado, el país más poblado de mano de obra barata, China, se ha convertido en pocas décadas en la fábrica del Mundo.

Así, relegada la producción por los países del Norte, sus empresas han preferido especializarse en la más rentable venta de esos productos que ya no fabrican y en la gestión de una nueva fuente de valor que ha venido a denominarse bien intangible. El producto pasa a ser sólo un momento dentro de un amplio proceso comunicativo; es el “instrumento más poderoso de marketing”, decía el presidente de Nike, Phil Knight, una empresa que no tiene ni una sola fábrica de zapatillas y que se ha centrado en el comercio vía exaltación épica de los deportistas de élite.

Como resultado, el mapa de objetos cotidianos del que hablaba Baudrillard es ahora una colección de productos todavía más difícil de nombrar. Pero en realidad, la idea no es tanto nombrarlos como sentirlos: “Hay pocos productos que se vendan dejando de lado la emoción. Existen pocas diferencias entre productos; la diferencia recae en el vínculo con la marca y en la confianza del consumidor. Eso se crea tras construir durante años un lazo emotivo que te haga elegir una marca y no otra”, dice el presidente de la agencia publicitaria BBDO . Es un lazo emotivo importante para las grandes marcas, pero imprescindible para el sector de los artículos de lujo accesible, principales rentistas del aspecto más simbólico del consumo.

A pesar del cotidiano esfuerzo publicitario por resaltar lo contrario, la globalización y la deslocalización productiva han ido incrementando la homogeneización entre los productos, así que “las diferencias específicas son producidas industrialmente y por ello, la elección que puede realizar [el cliente] está petrificada de antemano: lo que queda es sólo la ilusión de una distinción personal”, avisaba Baudrillard . Pero funciona. La propia Nike ha logrado que unas zapatillas fabricadas en maquilas termine como un producto de lujo expuesto con glamour en imponentes centros comerciales.

Gadgets electrónicos llenos de gigas, reproductores-grabadores de códecs MPEG con ranuras multi-card, aparatos de telecomunicación con conexión inalámbrica a través de novedosos protocolos informáticos; la colección de los electrodomésticos de los 60 ha dado paso a un enmarañado mapa de bienes de consumo para una exclusiva clase media mundial que cuenta con casi 2000 millones de personas. Buena parte de esos aparatos terminarán en montañas de trocitos de metal y plástico en manos de algunas de las restantes 4500 millones de personas. China, India o Pakistán son países expertos en la separación manual de chatarra tecnológica y en hacer más barata, no sólo la producción, sino también la eliminación de los productos que los países del Norte no saben casi nombrar.

El vertiginoso ritmo de producción para clases medias se asienta hoy en la muy eficiente maquinaria de las modas efímeras, la evolución constantemente mínima de los productos y en su calculada obsolescencia. El consumidor, más altivo y caprichoso que nunca pero también más saturado de información prescindible que nunca, no sabe aún cómo llamar a ese pequeño dispositivo portable de memoria que se conecta al ordenador mediante el puerto USB . Lo mismo ocurre con los zumos-lácteos con omegas, calcios y L-Caseis imunitass o con los ABS, ESP y E.B.V. del automóvil.

Justamente por eso, la empresa sentimental, especialmente simbolizada por las grandes empresas multinacionales, se caracteriza por su capacidad para expresar de forma sintética los valores emocionales que ofrece su producto, más allá de los gigas, centímetros cúbicos o watios que vende. Y para ello se reduce la información útil del producto a la promesa del papel que cumplirá en nuestra vida, mostrándose una empresa preocupada por el cliente, solidaria con los que le rodean y sostenible con el entorno. A pesar de que la empresa sentimental ha dejado de producir y, por lo tanto, de mantener las condiciones laborales de los que fabrican sus productos, de gestionar materias primas y de cumplir o incumplir las normativas ambientales que regían su actividad, su relación afectiva con el cliente le obliga a parecer cada vez más responsable de todo ello. En estos tiempos de relucientes memorias de Responsabilidad Social Corporativa viene bien recordar quiénes llevan tres décadas despidiendo trabajadores y trasladando su producción al Sur para que ese pequeño dispositivo portable de memoria que se conecta al ordenador mediante el puerto USB sea tan barato como para instalarse en nuestra cotidianidad, a pesar de no tener nombre.

A la empresa sentimental ya no le interesa producir y va camino de olvidarse hasta del producto. “Vuelve a ilusionarte por sólo 330 euros”, decía hace unos días el anuncio de una agencia de viajes en una marquesina de autobús. La actual Enciclopedia del consumo casi sólo maneja ilusionantes promesas, pero no puede dejar de mostrar sus propios fracasos: ¿Cómo definir si no al consumidor que en cada ocasión necesita volver a ilusionarse por 330 euros?

El vocabulario de la experiencia consumidora termina reduciéndose a palabras como ilusión, sueño, quiero... Ideas sencillas, comodines del mapa lingüístico del consumo desde hace décadas. Sólo que detrás de ese mapa ya no se encuentra la aspiración a una vida confortable, sino más bien la búsqueda de lo excitante a través de una vía interior, una ruta personal e intrasferible a través del consumo. Fundamentalmente porque el individualismo y la obsesión por mirarse las tripas del alma anima las ventas mientras que lo colectivo tiende al anticonsumismo.

El resultado de tanta oratoria de consumo sentimental es, sin embargo, un discurso sencillo con un recurrente argumento de fondo: el consumo es la solución. Si tienes problemas laborales ya no vas al sindicato: pagas un abogado; si estás estresado ya no te replanteas tu ritmo de vida: te tomas un Actimel; si sufres un desengaño amoroso ya no hablas con una persona amiga: vas al psicólogo o te vas de compras; si vas un día a colgar un cuadro en la pared ya no le pides la maquina taladradora al vecino: te compras la tuya.

Aprendiendo a leer spots

A pesar del importante papel formativo de la publicidad (transmitiendo valores consumistas, construyendo modelos monetarizados de comportamiento, señalando insistentemente el consumo como patrón del éxito social...) es una materia muy poco habitual en las aulas. En aquellos espacios donde se aprende a hacer publicidad sólo se aborda como un modelo práctico dentro de la cadena comercial. Ni rastro de su papel formativo o ideológico.

Sin embargo, al extraer de su contexto habitual un anuncio publicitario (30 segundos de estudiada narrativa a través de símbolos y sentidos) se despliegan fácilmente las distintas estrategias comerciales que lo sostienen. Algo parecido ocurre cuando reflexionamos sobre nuestros hábitos de consumo y sobre los efectos que estos hábitos tienen en otras personas y en nuestro medioambiente.

El análisis de anuncios publicitarios puede convertirse en una herramienta transversal en cuanto permite abordar temas tan distintos como los que aborda la propia publicidad: género, roles de poder, estereotipos del éxito social, exclusión y marginación, sostenibilidad ambiental... Podemos utilizar para ello un sencillo esquema que permite el análisis del anuncio propuesto en dos fases: 1. Análisis sintáctico y semántico del anuncio y 2. Análisis de veracidad.

1. Análisis sintáctico y semántico.

En esta fase se hace un doble análisis del anuncio propuesto: a) Por un lado, podemos analizar el uso del lenguaje gráfico a un nivel formal o sintáctico. b) Por otro, el sentido de estos recursos gráficos delimitando su papel semántico. En grupos pequeños trabajaremos y pondremos en común las siguientes cuestiones:

a) Plano sintáctico

- ¿Qué hacen los protagonistas del anuncio? - ¿Qué colores y formas se utilizan en el anuncio? - ¿Dónde y cómo aparece el producto anunciado? - ¿Qué textos se utilizan en el anuncio y en que orden se destacan?

b) Plano semántico

- ¿Qué papel representa cada protagonista? - ¿Qué nos ofrece el producto y la marca anunciados? - ¿A quién crees que va preferentemente dirigido el anuncio?

2. Análisis de veracidad

Esta segunda fase completa el análisis anterior intentando responder a una sóla pregunta: Lo que en el anuncio dicen ofrecer el producto y la marca, ¿Hasta qué punto es cierto? Esta fase implica una labor mínima de investigación que refuerza el papel activo, en cuanto consumidores críticos, de quienes participan en el taller. El grado de profundización lo marcará el tiempo disponible y los objetivos del taller.

Contrapublicidad en el aula

En el último cuarto de siglo XX, mientras el consumo de la imitación da paso al consumo de la diferenciación, la crítica del modelo de sobreproducción y sobreconsumo se va constituyendo en una línea de trabajo más dentro de los colectivos sociales. A la vez, toman cuerpo tres tendencias en torno al consumo crítico: Las institucionales asociaciones de defensa del consumidor, el heterogéneo movimiento por la agricultura ecológica y el mundo rural, y las redes de comercio justo gestionadas por ONGs de cooperación al desarrollo.

Esto tuvo su propia expresión en el ámbito de la contracultura y el arte político, confluyendo en un entendimiento ocasional, pero fructífero, entre el vanguardista mundo de la contracultura y las heterogéneas plataformas sociales de finales de siglo XX. A finales de los 60 se había consolidado el arte POP, reacción frente al intelectualista expresionismo abstracto, reutilizando el lenguaje de la calle (los anuncios publicitarios, el cómic, las pintadas, el collage..). Mientras, las vallas publicitarias de las grandes urbes sufren alteraciones, más pasionales que otra cosa, a base de graffitis.

En los años 80, un colectivo de San Francisco llamado BLF (Frente de liberación de vallas publicitarias) modifica de forma insistente y a plena luz del día vallas e incluso luminosos publicitarios, una plataforma social llamada Recleim the streets organiza fiestas sorpresa en cualquier calle londinense, en Canadá se constituye la asociación Adbusters con un sitio web, carteles contrapublicitarios, una revista contracultural y hasta una fundación que realiza spots televisivos anticonsumistas. El movimiento contrapublicista comienza a tomar forma y su intervención en lo político se hace más evidente.

Poco a poco, la contrapublicidad se va mostrando como un tipo de respuesta social con un marcado sesgo ideológico, pero que al final también implica técnicas comunicativas y grandes dosis de creatividad. Es una herramienta que parte del análisis crítico de la sociedad de consumo y el papel ideológico de la comunicación comercial, pero se aprovecha de técnicas comunicativas y creativas innovadoras. Por ello, su espacio en el aula como herramienta educativa introduce ambos elementos: habilidades comunicativas y crítica social al modelo consumista.

Si queremos aprovechar el anterior trabajo de análisis publicitario, podemos aplicar una técnica contrapublicitaria a la primera fase de este ejercicio:

1. Guión contrapublicitario.

El guión de la contrapublicidad partirá de ese análisis publicitario que ya hemos hecho. Tenemos primero que apuntar aquellos aspectos negativos del producto a los que el anuncio no hace referencia y también aquellas características del producto que el anuncio remarca como verdaderas cuando hemos podido comprobar que no lo son (Análisis de veracidad). Este listado lo repasaremos en grupo y lo ordenaremos por orden de importancia.

2. Elaborando una respuesta gráfica.

Ahora habrá que buscar un eslogan adecuado para la idea o ideas más relevantes y plasmarlo en una imagen que sugiera el eslogan. El dibujo resultante será pues un boceto de cómo quedaría el contranuncio.

Para esta fase se puede utilizar una técnica de creatividad gráfica, que parte de la relación entre los conceptos clave del anuncio. Podéis ver cómo funciona acá >

Estos y otros recursos educativos puedes encontrarlos desarrollados en el Cederrón Didáctico de ConsumeHastaMorir: www.cederron.org

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