Claudia Núñez
La Opinión
PARÍS, Francia.— Para salvarse de ser deportada, Azérien corrió a esconderse bajo la cama. Los policías no intentaron arrastrarla para sacarla de entre las patas de la cama, pero lograron su cometido al amenazarla con detener a su madre de origen armenio. Azérien, de siete años, se entregó.
Para los hijos de indocumentados la vida en París no es un cuento de castillos y realeza. Aunque han nacido en Francia, entre ellos impera el miedo a la deportación, y es que a diferencia de los pequeños estadounidenses, hijos de padres indocumentados, en Francia, ningún niño es ciudadano por nacimiento.
En 2005 un decreto presidencial ordenó la expulsión de los hijos de inmigrantes ilegales. Según ese nuevo reglamento todos “los vástagos de inmigrantes indocumentados deberán ser escoltados fuera de Francia”.
El miedo es latente. Algunos padres han optado por esconder o negar que tienen hijos cuando son arrestados y deportados por las autoridades, explica Anthony Jahn, líder de la organización Educación Sin Fronteras (RESF), una red de 130 asociaciones de maestros y padres, que ha lanzado una campaña para proteger a los niños inmigrantes.
“Lo que están haciendo a estos niños es horrible y no permitiremos que las autoridades destruyan sus vidas. Ellos son nuestro futuro y tienen los mismos derechos que cualquier otro niño francés”, dijo Jahn a La Opinión.
La expulsión de niños forma parte de una política introducida por ex ministro del Interior, y actual presidente francés, Nicolás Sarkozy, quien busca remodelar la identidad de Francia y defiende la ley diciendo que Francia necesita “elegir” a los inmigrantes.
Pero a millas de distancia, el modelo migratorio de Sarkozy parece arrastrar adeptos.
A mediados de este año, una propuesta de ley similar fue presentada por grupos antiemigrantes de California, quienes culpan a los indocumentados y sus hijos de la crisis financiera del país.
El proyecto de ley titulado Ley de Protección al Contribuyente de California 2010 (CTPA-2010), busca negar la ciudadanía estadounidense a los hijos de inmigrantes indocumentados en California.
Como su colega político francés, Tony Dolz, candidato al Congreso por el Distrito 30, pedirá que los recién nacidos regresen con sus padres cuando éstos sean deportados.
En París, la policía arresta a los menores en escuelas o parques públicos, destaca Christophe Piedra del centro de refugiados para inmigrantes La Cimade, a un grupo de reporteros invitados por la Fundación Francesa Americana.
El decreto también dispone hasta cinco años de prisión y una multa de hasta 30,000 euros (cerca de 35,000 dólares) para cualquiera que ayude a los niños inmigrantes.
“Las donaciones para centros como el nuestro han disminuido terriblemente ante la campaña de criminalizar a los indocumentados y culparlos de males como la crisis económica o la falta de empleos, pero aún tenemos muchos ciudadanos que ven la migración como un tema humanitario”, explica Piedra.
Miedo infantil
El frío de noviembre cala en los huesos. Frente a la famosa Catedral de Notre-Dame de París, cientos de turistas se mezclan con una pequeña multitud que porta fotografías de niños tras las rejas o madres que lloran abrazadas a sus hijos.
Protestan por la deportación masiva de niños y jóvenes hijos de inmigrantes ilegales. En 2007 fueron más de 250 niños expulsados. El año pasado, el récord de repatriados se elevó a 27,796 extranjeros.
Entre turistas y militantes, resaltan las mejillas rojas de frío de decenas de niños que acompañan a sus padres.
La manita helada de Ángela sujetan con fuerza Didier, su hermano menor que está desesperado por correr junto a su madre de origen nigeriano que marcha entre la multitud.
Ángela se esfuerza por hablar inglés, pero le gana la frustración, prefiere el francés, su lengua por nacimiento, aunque para ese país ella no es considerada una ciudadana legal.
“Ce n’est pas juste que nous criminaliser (No es justo que nos discriminalicen)” dice encolerizada, tiene apenas nueve años y palabras como l’humanité, la compassion, la criminalisation, salen con facilidad.
Como los otros niños que asisten a la protesta, Ángela confiesan que nunca ha pisado la torre Eiffel ni conoce el famoso Museo del Louvre, para ellos la vida se reduce al ghetto, los barrios bajos de Francia donde se acumulan las historias de decenas de menores franceses en peligro de ser deportados.
Cerca de las seis de la tarde, las campanas de la Catedral, situada en el IV distrito de esa ciudad, retumban y acallan las voces de los manifestantes.
Ubicada en la pequeña Isla de la Cité, rodeada por las aguas del río Sena, esta iglesia católica atrae a miles de turistas cada año. También seduce a decenas de manifestantes que recientemente decidieron hacer de este lugar, centro de lucha por los derechos de los niños.
“Al principio intentaron corrernos de aquí, argumentando que dábamos un mal ejemplo al turismo extranjero, pero la gente no lo permitió y aquí seguimos”, explica Jahn.
Los turistas, muestran poco interés en los manifestantes, pero un gran entusiasmo or fotografiarse frente a este símbolo católico que terminó de construirse en 1245.
Ángela y los otros niños se han acostumbrado a ser ignorados por los extranjeros, tanto como a ser llamados “les sans-papiers” (los sin papeles)
Al caer la noche, recoge las pancartas junto a sus padres y emprende, por metro, el camino de regreso a casa. Para ellos, todos nacidos en París, esta ciudad no es un cuento de hadas.
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