Augusto Klappenbach
Público
En estos tiempos políticamente correctos suele decirse que las críticas a Estados Unidos no hay que interpretarlas como antiamericanismo sino como cuestionamientos a la política de algunos de sus gobernantes, como sucedió especialmente durante el mandato de Bush. Así, el pueblo español –y muchos otros pueblos– no sería antiamericano sino enemigo de una política concreta, de la cual la guerra de Irak sería el mejor ejemplo. Con la llegada al poder de Barack Obama este prejuicio habría desaparecido y se iniciaría una época de entendimiento entre culturas que comparten los mismos valores.
Creo, sin embargo, que esta concesión a la corrección política es excesiva: las reservas antiamericanas de muchos –entre los cuales me incluyo– no se limitan a rechazar determinadas decisiones políticas del gobierno de Estados Unidos, sino que incluyen el rechazo a una forma de vida, a una determinada jerarquía de valores en muchos sentidos opuesta a nuestra manera de concebir la vida social.
Es conocida la tesis, desarrollada hace tiempo por Max Weber, acerca de la ética protestante y el capitalismo. La riqueza es señal de predestinación: la prosperidad material indica que Dios ve con buenos ojos a quien triunfa en este mundo, triunfo que preludia la bienaventuranza eterna. Probablemente ningún país ha tomado más en serio esta tesis: dos de los rasgos característicos del american way of life son precisamente la religión y el éxito económico. No es casual la inscripción del lema In God we trust en los billetes de dólar. Y este éxito económico, que conlleva la correspondiente superioridad científica, tecnológica y militar, trae consigo otra característica cultural que se sigue de las anteriores: su conciencia de pueblo elegido.
De este modo, tres notas distintivas de su cultura se articulan entre sí y se refuerzan recíprocamente: la riqueza, la religión y el patriotismo. Tres valores muy discutibles tomados por separado, pero sumamente peligrosos cuando se juntan y que explican buena parte de las actitudes antiamericanas. La prepotencia en su gestión de las relaciones internacionales, sustentada en el formidable poder nacido de sus posibilidades económicas y militares, resulta sacralizada por la creencia de que han recibido una misión de la que sólo a Dios –o, en su versión secularizada, a la Historia– deben rendir cuentas. Todo lo cual es compatible con una moral privada que en ocasiones roza el puritanismo: una moral sexual que ayuda a mantener actitudes de autocontrol y culpabilidad sumamente útiles para el control social, así como la pena de muerte vigente en varios Estados, que cumple la función ideológica de limitar la responsabilidad al ámbito individual y su eliminación definitiva por la desaparición del sujeto culpable.
La prosperidad económica que hace posible esta prepotencia se sustenta a su vez en una concepción
darwinista de la historia, compatible con la interpretación protestante de la prosperidad material. La historia humana debe imitar el modelo de la selección natural si quiere seguir avanzando, lo cual constituye una manera de adecuar la estructura social a los signos de la predilección divina: los triunfadores son los elegidos. La sociedad se concibe así como una continua competencia entre individuos que, como toda competencia, produce vencedores y perdedores, estableciendo un principio según el cual los individuos más fuertes y hábiles tienen más derecho que los débiles incluso a la satisfacción de sus necesidades básicas. De tal modo que, por ejemplo, un individuo de escasos recursos económicos no puede permitirse un tratamiento médico de alto coste o una buena educación. Por supuesto que en Europa no somos ajenos a estas desigualdades, pero lo que aún queda del estado de bienestar permite matizar ese darwinismo social, al menos en lo que se refiere a las necesidades básicas.
Esta exaltación de la competencia entre individuos genera una ideología que desconfía sistemáticamente de lo público y deposita su confianza en la iniciativa privada. Es decir, que pone las decisiones que atañen a la sociedad en manos anónimas que concentran el poder económico, hurtándolas a la posibilidad de publicidad y crítica que ofrece, si bien limitadamente, la gestión pública. Esa desconfianza hacia lo público desvía a la iniciativa privada a actividades que en el modelo social europeo son competencia de los Estados, como muchas tareas asistenciales y de seguridad.
Aun cuando se advierten en Europa muchas tendencias afines al modelo americano, el europeo medio tiene una concepción de la vida pública mucho más laica y menos mesiánica: no se le ocurre vincular el destino de su nación a valores religiosos o a misiones históricas. Si prescindimos de los brotes nacionalistas, que requieren un tratamiento aparte, su tipo de patriotismo, cuando lo tiene, es mucho más secular y abierto a la crítica de su propio país. Por otra parte exige una presencia mucho mayor del Estado en la vida social: la sanidad, la educación, las pensiones de jubilación, la atención a los mayores son temas que el europeo incluye en la esfera de los deberes públicos y resultan decisivos en la elección de sus gobernantes, aun cuando individualmente prefiera en ocasiones la oferta privada de esos servicios.
La llegada de Obama a la presidencia abre la posibilidad de que algunas de estas cuestiones se revisen y se acorte la distancia cultural entre Estados Unidos y el resto del mundo. Sin embargo, habría que evitar las excesivas ilusiones que conducen a desilusiones tan excesivas como aquellas. La manera de “estar en el mundo” de una nación no se cambia radicalmente por un proceso electoral.
Augusto Klappenbach es Filósofo y escritor
http://blogs.publico.es/dominiopublico/1070/defensa-del-antiamericanismo/
2/13/09
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